Por qué orar, cómo orar
Enzo Bianchi prior del Monasterio de Bose, impacta por
su fe en el poder de la oración: "Sin la oración no es posible una acción dentro de la
historia" destaca el recién nombrado por Papa Francisco como asesor en
temas de ecumenismo. En este libro trata distintos aspectos de la vida de oración.
Transcribimos un breve capítulo:
La oración cristiana: entre petición y agradecimiento
Las enseñanzas de
Jesús que acabamos de ver deben ser situadas dentro de aquello que constituye
un elemento constante de la oración: se mueve siempre entre los dos polos de la
petición y la acción de gracias, articulaciones del acontecimiento unitario de
la oración.
Y aquí hay que
precisar de inmediato que, en la economía cristiana, la oración de petición no
es ante todo una prolongación espontánea del deseo humano, sino más bien una
respuesta obediente al mandato del Señor Jesús: «Pedid..., buscad..., llamad...».
La promesa de la escucha ligada a estos imperativos - «...y se os dará, ...y
encontraréis, ...y se os abrirá» (Mt 7,7; Lc 11,9) - fundamenta ya el
vínculo intrínseco e inseparable entre petición y acción de gracias, entre
súplica y acción de gracias, actitudes por lo demás presentes también en la
oración del Antiguo Testamento, en particular en los Salmos
(pensemos, por
ejemplo, en Sal 22; 28; 31; 69). Esta síntesis difícil, obra espiritual de la
fe, viene exigida al cristiano por una advertencia precisa de Jesús: «Os digo que, cuando oréis pidiendo algo,
creed que se os concederá, y así os sucederá» (Mc 11,24). ¡Único, en
efecto, es el Dios a quien se pide y se da gracias!
a) La oración de petición
La forma de oración
más atestiguada en la Escritura y requerida por Jesús mismo es la de petición.
Es también la que ha planteado más problemas a la tradición cristiana, que a
menudo ha afirmado la superioridad, la mayor pureza y perfección de la oración
de alabanza y de acción de gracias: «El
género principal de oración es el agradecimiento» (Clemente de Alejandría,
Stromata VII,79,2). Hoy asistimos, en cambio, a su resurgimiento bajo formas no
auténticamente evangélicas, que la reducen a actitud mágica, a una especie de
apremio dirigido a un Dios percibido como inmediatamente «disponible», que
tendría casi el deber de satisfacer todas nuestras necesidades.
Pues bien, hay que
afirmar ante todo que, antropológicamente, la petición no es solo algo que el
hombre hace, sino una dimensión constitutiva de su mismo ser: el ser humano es
petición, es apelación. Esta dimensión tiene que manifestarse necesariamente en
la oración: en ella, en efecto, «cualquiera que sea la ocasión específica, todo
el ser se presenta ante Dios» (Heinrich Ott). Al dirigirse a Dios con su
petición en las diversas situaciones existenciales, el creyente - sin renunciar
a su responsabilidad y a su compromiso - atestigua que quiere siempre y de
nuevo recibir de la relación con él, el sentido de su vida y de su identidad, y
confiesa que no «dispone» de su existencia. En este sentido, la oración de
petición es ciertamente escandalosa, porque choca con la pretensión de
autosuficiencia del hombre. Además, si se observa en profundidad, detrás de cada una de las oraciones de
petición verdaderamente cristiana, hay una petición radical de sentido, que
el progreso tecnológico no podrá nunca hacer que quede superada y que implica
directa mente no solo al creyente («¿Quién soy?»), sino también al Dios «en quien vivimos, y nos movemos y
existimos» (Hch 17,28).
Con la oración de
petición, además, el creyente establece un tiempo de espera entre la necesidad
y su satisfacción, establece una distancia entre él mismo y su situación concreta:
se eleva por encima de su necesidad y la transfigura en deseo. La oración de petición
es verdaderamente la «oficina» de nuestro deseo, porque en ella podamos aprender
a desear, es decir, a conocer y disciplinar nuestros deseos, distinguiéndolos
de nuestros sueños y tratando de armonizarlos con el deseo de Dios: «en la
oración, el Espíritu Santo educa nuestro deseo para descentrarlo de nuestra
necesidad y centrarlo de nuevo en el deseo de Dios» (Jean-Claude Sagne). En
suma, pedimos dones que colmen nuestras necesidades, y el Espíritu Santo nos
lleva a invocar la presencia del Dador, es decir, a pedir el amor, deseo del
deseo.
Por esta razón, la
oración de petición aspira, en realidad, a la Presencia del Dios a quien se
dirige, antes que a la obtención de un beneficio específico: es comprensible y practicable
solo dentro de una relación filial con Dios, caracterizada por la vivencia de
la fe. Sí, es dentro y en los límites de esa relación y de esa fe donde hay que
colocar la oración de petición cristiana, que no puede ser confundida de
ninguna manera con la oración de petición común a cualquier forma religiosa,
sino que encuentra su “norma normans”
en la jerarquía de peticiones presentes en el Padrenuestro y su criterio imprescindible en la oración del Hijo
Jesucristo al Padre. La fe y la relación filial vividas por Jesús, el modo en
que él se dirigió al Padre, se hacen así ejemplares para el creyente. Dietrich
Bonhoeffer escribió:
«Dios no realiza todos nuestros deseos,
sino todas sus promesas, es decir, sigue siendo el Señor de la tierra, conserva
a su Iglesia, renueva siempre nuestra fe, no nos impone nunca pesos mayores que
aquellos que podemos soportar, nos hace felices con su cercanía y su ayuda...
Todo lo que podemos con razón esperar y pedir a Dios, podemos encontrarlo en
Cristo... Tenemos que sumergirnos siempre de nuevo, prolongadamente y con mucha
calma, en el vivir, el hablar, el actuar, el sufrir y el morir de Jesús, para
reconocer lo que Dios promete y lo que realiza» (Resistenza e resa, pp. 469 y 474).
En esto sentido es
extremadamente significativa la experiencia de Getsemaní, la hora decisiva de
la vida de Jesús. Cuando su pasión es ya inminente, confiesa a Dios como «Abbá,
Padre» (Mc 14,36) y, con insistencia, le pide que pase de él «aquella hora» (Mc
14,35), «aquel cáliz» (cf. Mt 26,39). Pero al mismo tiempo, Jesús somete su
petición a un criterio bien preciso: «No lo que yo quiero, sino lo que tú
quieres» (Me 14,36), «No como yo quiero, sino como tú quieres» (Mt 26,39).
¡Esta es la auténtica oración de petición del cristiano, discípulo de
Jesucristo!
b) La oración de agradecimiento
En el episodio
evangélico de los diez leprosos curados por Jesús (cf. Lc 17,11-19) se afirma
que únicamente a uno de ellos se dirigen estas palabras del Señor: «Tu fe te ha
salvado» (Lc 17,19);
es aquel que, al verse curado, vuelve para dar gracias a Jesús. Solo quien da
gracias tiene la experiencia de la salvación, es decir, de la acción de Dios en
su vida. Y dado que la fe es relación personal con Dios, la dimensión de la
acción de gracias no se refiere solo a la forma exterior de algunas oraciones,
sino que debe impregnar el ser mismo de la persona. Esto es lo que pide Pablo: «¡ Sed eucarísticos!» (Col 3,15; cf. 1 Tes
5,18), es decir, permaneced en constante acción de gracias; la fe cristiana es constitutivamente
eucarística, y la vida entera del creyente ha de ser vivida «en la acción de
gracias» (meta eucharistías: 1 Tim 4,4).
Aun siendo
fundamental, el agradecimiento no es en modo alguno fácil o espontáneo, sobre
todo desde el punto de vista antropológico. En efecto, la acción de gracias
supone el sentido de la alteridad, poner en crisis el propio narcisismo, la
capacidad de entrar en relación con un «tú». ¡Solamente a otro ser reconocido
como persona se le puede decir: «Gracias»! Entrar en la gratitud significa, por
tanto, luchar contra la tentación del consumo para crear las condiciones de una
comunión, de una relación en la que se destierra la cosificación, la
instrumentalización del otro en función de nosotros mismos. Ya en este primer
nivel, por consiguiente, la oración de agradecimiento es aquella que contempla
al otro, el tiempo y el espacio, ante Dios que es el único Señor de todo, y de este
modo crea los presupuestos para una visión no consumista de la creación y de aquellos
que junto con nosotros son co-criaturas.
En la relación
personal con el Señor, la capacidad eucarística indica la madurez de la fe del
creyente, el cual reconoce que «todo es gracia», que el amor del Señor precede,
acompaña y sigue a su vida. La acción de gracias brota del acontecimiento
central de la fe cristiana: el don del Hijo Jesucristo que el Padre, en su
inmenso amor, ha hecho a la humanidad (cf. Jn 3,16). Es el don salvífico que
suscita en el hombre el agradecimiento y hace de la eucaristía la acción
eclesial por excelencia. «En verdad es
justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en
todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor
nuestro»: estas palabras que decimos al comienzo de los prefacios del Misal
Romano indican claramente el perenne movimiento de la acción de gracias
cristiana. Y dado que la eucaristía, y dentro de ella la plegaria eucarística,
es el modelo de la oración cristiana, el cristiano está llamado a hacer de toda
su existencia una ocasión de acción de gracias. A la gratuidad de la acción de
Dios hacia el hombre responde el reconocimiento del don y el agradecimiento, la
gratitud del hombre: los cristianos son aquellos que «dan gracias continuamente
por todo a Dios Padre, en el nombre del Señor Jesucristo» (cf. Ef 5,20).
El puesto central de
la eucaristía en el cristianismo nos recuerda también que el culto cristiano
consiste esencialmente en una vida capaz de responder con gratitud al don inestimable
y preveniente de Dios: el cristiano responde al don de Dios haciendo de su propia
vida una acción de gracias, una eucaristía viviente. En efecto, él conoce, o
debería conocer, el sentido profundo del gesto eucarístico realizado por Jesús
en la última cena (cf. Mc 14,17-25 par.): Jesús realizó ese gesto para evitar
que los discípulos entendieran su muerte como un acontecimiento sufrido por
casualidad o debido a un destino ineludible querido por Dios. ¡Nada de eso! Él
concluyó su existencia tal como la había vivido siempre: ¡en la libertad y por
amor a Dios y a los hombres! Para que esto quedara claro, Jesús anticipó
proféticamente a los discípulos su pasión y muerte, explicándosela con un gesto
capaz de narrar lo esencial de toda su historia: pan partido, como su vida iba
a serlo muy pronto; vino vertido en el cáliz, como su sangre iba a ser
derramada en una muerte violenta. El cristiano, seguidor de Jesús, es llamado a
la logiké + latreía, al «culto según el Lógos», indicado por el apóstol con
estas palabras: «Os exhorto a ofreceros como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios:
sea ese vuestro culto espiritual» (cf. Rm 12,1), a través de una vida
gastada en el amor.
Entendida bajo esta
luz, la oración de agradecimiento no es solo respuesta puntual a acontecimientos
en los que se discierne la presencia y la acción de Dios en la propia vida, sino
que es la actitud radical de quien abre la trama cotidiana de la existencia a
la acción de Dios en él, hasta llegar a predisponerlo todo, para que Dios
transfigure la muerte en acontecimiento de nacimiento a una vida nueva. Por
eso, en el momento del martirio, la última
palabra de Cipriano de Cartago fue: «Deo
gratias»; y Clara de Asís expiró después de haber orado: «Te doy
gracias, Señor, por haberme creado». Su vida se consumó como una eucaristía.
Si, por un lado, la
oración de agradecimiento considera el pasado, lo que Dios ha hecho por
nosotros, por otro, abre al futuro, a la esperanza: y todo esto mientras se configura
como dimensión peculiar donde vivir cristianamente el presente, el espacio mismo
de la vida. En su sabiduría, la Iglesia ha condensado todo esto en la oración entregada
al cristiano como primer acto del día: «Te adoro, Dios mío, y te amo con todo el
corazón. Te doy gracias por haberme creado, hecho cristiano y conservado en
esta noche». ¡Sí, cada día, hasta el de nuestra muerte, es para nosotros un don
del amor de Dios!
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